9.
Las lágrimas salían con fuerza y caían por sus mejillas, pero no le impedían ver como dos globos, uno verde y otro rojo, venían hacia ella, con sus cintas brillando y en su extremo, sujetándose con fuerza un anciano vestido de luto que no paraba de saludarla y de gritar:
- ¡María, María!... Ya estoy aquí.
Las lágrimas lo empañaron todo por un momento. Cuando pudo volver a mirar, aquel hombre cogiéndole las manos sonreía, y acercándose a su mejilla empapada de lágrimas la besó y susurró:
- Ahora, los globos podrán descansar.
María y Raúl, juntos, con el gato a sus pies y ambos globos atados, miraban al horizonte sentados en el porche de la casita de piedra. Cogidos de la mano vieron pasar el día, el atardecer, la noche y sus vidas. Ahora estaban los dos, nada los separaría jamás y con una sonrisa dejaron que el tiempo hiciera su trabajo.
_FIN_